
- ¿Ata, donde está el reloj de pared de la cocina?
- Lo he guardado; me molestaba.
Ese tic-tac retumbaba en su cabeza a pesar de que, a veces , no había ningún reloj cerca. Él no llevaba nunca relojes encima, pero controlaba exactamente el tiempo al segundo.
Una vez, pensaba que tenía los poderes de Shylar, de la serie “Heroes”, que podía captar los poderes de otros superhéroes porque entendía los cerebros como si fueran relojes; de esta manera, intentó, a modo de prueba, aprobar unas oposiciones de Notario intentando extraer la sabiduría del que mejor se lo sabía. Sin éxito, claro.
Un sábado, Ataulfo había quedado con sus amigos en un bar; tras 58 minutos de espera solitaria, decidió marcharse. Diversos sms acudieron a su móvil: “Se ha muerto la iguana de mi vecino. Llegaré más tarde”, “los bomberos están rescatando mi dignidad. No tardaré”; otros ni siquiera avisaban. Ataulfo consideraba la impuntualidad un absoluto desprecio a su tiempo, y, por ende, a su vida, porque la vida, a fin de cuentas, era tiempo; más o menos, pero tiempo, al fin y al cabo.
Consideraba que el inventor del móvil era un impuntual de cojones, y con su instrumento, tenía la vida solucionada y la excusa perfecta. De hecho, pensaba que todas las compañías de móviles estaban presididas por impuntuales. Añoraba aquellos viejos programas como “el tiempo es oro” en el que Constantino hacía tensionar a los concursantes tan sólo con un reloj y ciento cincuenta kg de enciclopedias. Ahora todo puede esperar.
Ataulfo se marchó del bar donde habían quedado, tirando el móvil a la basura al ir hacia su casa. De camino, vió un bar que se llamaba “La hora feliz” y entró. El nombre le tentaba. Era un puticlub, donde señoritas no muy bellas, pero sí dispuestas, le ofrecían carne por dinero. Accedió a un servicio, tras consultar tarifas: media hora, 65 euros.
Subió con una tal Gladis (al menos así se hacía llamar), y, cuando Ataulfo estaba a punto de terminar, se paró y comentó:
-ay, perdona, me he pasado del tiempo, ¿no?
-No, aún te quedan 3 minutos- contestó Gladis
Ataulfo, con una sonrisa de fascinación, le dijo:
-Me encantas. ¿A que no sabes por qué?
Gladys ya había oído muchas declaraciones de amor, sobre todo en sus años mozos, pero le siguió el juego:
-por mis tetas
-No
-¿por mi culo?
-No
-Por mi cuerpo…
-No, no. Me encantas por tu absoluto control del factor Tiempo. Me he fijado que no hay ningún reloj en la habitación, y, aún así, te he preguntado y sabías cuanto tiempo restaba exactamente. Perfecto.
Gladis retrocedió hacia la salida, mientras mantenía una sonrisa forzada y fingida. Al salir, se le oyó susurrar a su chulo:
-Rodolfo, echa a este pirado.